domingo, 15 de julio de 2012

"70 KILOGRAMOS NETOS" y "JACOBO Y SOFÍA" de Noé Següino.



"70 KILOGRAMOS NETOS".

La pobreza fue la característica más sobresaliente que marcó los comienzos de la colonia. No era esa pobreza dura, sin alternativas. No, nuestra pobreza era distinta, llena de ingenio y agudeza para resolver las situaciones más inverosímiles.
Había espíritu, inventiva y empuje para lograr de un poste una viga, de una semilla una quinta, de un crin un pincel.
Todo tenía un objetivo; lograr hacer producir el pedazo de tierra adquirida a la compañía Colonizadora.
La bolsa de harina, impresa en indelebles letras negras, un poco de tabaco, algunas herramientas. Todo era comprado en el almacén de ramos generales cuando el trueque podía producirse, ya sea con huevos, un queso o un cerdo engordado para la faena. No había para nada más. Se regresaba a la casa de adobe y al otro día nuevamente en el surco. El hombre, delante, la mujer, detrás, y detrás de ella, niños, a veces demasiados. Pero no había quejas inútiles. Por la noche, reunirse alrededor de la cocina a leña era una pequeña fiesta.
De allí surgía gran parte de nuestro bienestar. El calor de la lumbre, el pan del horno, la pava humeante, la gran sartén con huevos fritos y tocino. Mientras esto ocurría, mi madre cantaba canciones alegres de recuerdos bienamados. Así fue el comienzo.
Con casi nada, pero con la marca de la superación en todo momento.
Y así fu que siendo yo el mayor de los cinco hermanos que éramos, siempre estaba careciendo de algo, para colmo de males mi madre me regañaba por mis rápidos estirones que le desequilibraban sus más ajustados cálculos. Cuando había logrado cubrir mis tobillos, la camisa se acortaba, y cuando la camisa se alargaba, los pantalones no prendían. Esto agilizaba los recursos de mi madre, que por seguirme a mí, solucionaba el problema de los cuatro restantes.
Pero como dije antes, no había con que comprar y así se le echaba mano a elementos concretos.
Cuando llegó la  temporada de la escuela ésta funcionaba en un galpón cedido para tal fin. Me encontré sin un pantalón que me pudiera poner para concurrir a clases. Deambulé decepcionado y pensando que hacía tiempo que no se compraban telas para confecciones. Un vestido de mi madre había caído bajo las tijeras reproduciéndose en sendos vestidos para mis hermanas.
No pasó mucho tiempo para que terminara mi preocupación. Una noche, antes de acostarme, mi madre me alcanzó un bulto diciéndome que me lo pusiera y se lo mostrara. Fui hasta la cocina en silencio. Mi madre sonrió poniendo con habitual gesto su mano bajo el mentón: Mi padre dejó su lectura y dijo: "Está bien". Yo nada pude agregar.
Al otro día, alguien detrás mío leyó en voz alta: "Setenta kilogramos netos".

Este relato integra el libro de Noé Següino “DE LAS HISTORIAS NO CONOCIDAS” (páginas  49 –50), Editorial Esquel (año 1994). El libro "De las historias no conocidas"-

JACOBO Y SOFÍA.
A la valentía de Sofía Balus de Hromek.
Jacobo, Mikol y Yaco, decidieron esa noche, entre copa y copa, dejar el pueblo natal para encarar una nueva vida. Checoslovaquia estaba devastada como toda Europa. Había que buscar nuevos horizontes para ellos y sus familias.
Mikol, el mayor de los tres, tenía varios niños. Yaco dos y Jacobo, el más joven, una hija de pocos meses. Cada uno empacó sus cosas y las mujeres resignaron sus temores, no era propio de ellas frenar a los hombres.
Con lo necesario y algunos ahorros se embarcaron hacia un país que recibía a todo hombre de trabajo y buena voluntad.
El gran puerto de Buenos Aires, con importante movimiento para la época, los sorprendió, ellos eran campesinos de campiñas eslavas.
Yaco pronto se desprendió del grupo. Mikol tenía temor de entrar en la ciudad y deambuló por el puerto hasta que pudo conchabarse; Jacobo un poco más aventurero, con las ansias juveniles intactas, comenzó a trabajar para los ingleses en la construcción de vías férreas de la Línea sur. A selva llegaban regularmente alguna que otra carta, eran Yaco y Mikol, pero… ¿Jacobo? A los dos años Mikol mandó dinero para que su esposa e hijos se reunieran con él, Yaco tardó un poco más, Jacobo continuaba en silencio.
Esa mañana, Sofía se había sentado en el banquillo para ordeñar las vacas que eran guardadas en los bretes del establo de su suegro. Su suegra, mujer arbitraria y punzante, regañaba constantemente a su hijo y cuando Sofía entró en la casa como la esposa de éste, recibió idéntico trato. Correspondía el respeto a la dueña de casa y por ello, arriba del establo, en dos piezones para heno, se arreglaron los esposos. Allí nació Mayenka.
Esa mañana fue a ordeñar a las vacas una hora antes, siempre lo hacía a las cinco. Ni había mirado sobre la mesa de tablas en la habitación que hacía de cocina, prefería no ver los bultos que de la noche anterior esperaban. No había orinado en el orinal que descansaba bajo los cuatro tacos que sostenían el colchón de paja de trilla, había ido a orinar al campo, a la luz de las estrellas y allí de cuclillas, roció los pastos con el agua de su cuerpo. Lloró en silencio, como sólo saben hacerlo los seres que saben sufrir, los que saben que no se rendirán ante nada, los que tienen la seguridad de que sólo son capaces de sucumbir ante la muerte.
Jacobo le rozó con la mano clara el cabello y acarició su larga trenza de trigo. Ella tenía hundida la frente en la ingle de la vaca y tiraba de las dos tetas haciendo salir alternativamente dos blancos chorros que sonaban a monótona música. No se dio vuelta. No se distrajo. Ya todo había sido dicho y no sería ella que agregara nada más, sabía que había llegado el momento. Jacobo partió y el silencio se fue haciendo cada vez más extenso.
Sofía había preguntado a las mujeres de los otros si ellos mencionaban a Jacobo, sólo se había recibido la escueta noticia de que había partido con los trenes hacia el sur argentino, tierra inhóspita y terrible, contaría Mikol.
Sofía no creería nunca que él la hubiera abandonado así, sin una sola letra, sin dar al menos una señal de vida.
Cuando se cumplió el tercer año de su partida, Sofía preparó su propio plan. Se dirigió a los campos de unos ricos hacendados que tenían tierras del otro lado del pueblo, habló con el señor al cual conocía sólo de vista, cuando en las fiestas populares se paseaba junto a su acicalada esposa y bien vestidos hijos.
El hombre llamó a la señora, acordaron que comenzaría a trabajar al otro día, esa misma noche, ella haría un atado con sus ropas y las de su hija y se instalaría en una pieza que estaba junto a la cocina y los lavaderos. Se lo comunicó a su suegro, hombre pacífico, resignado al silencio y éste, quizás por una cuestión de fidelidad se lo dijo a su esposa, la que echando espuma por la boca le hechó en cara lo poco agradecida que era. Había comido de ellos y por su culpa había perdido a un hijo.
Sofía tenía a su cargo las habitaciones de la planta alta, vaciar la vacinillas, acarrear baldes de agua tibia para los baños y lustrar muebles y pisos. No había niños en la casa, la anciana madre, una hija solterona, el señor y la señora. Todas las otras habitaciones se llenaban algunas veces de invitados o cuando los jóvenes y apuestos varones venían a pasar sus vacaciones desde Praga.
Moneda a moneda, la fuerte bolsa cosida en paño marrón y reforzada en cuero de cabra, bien sobado y flexible, se fue llenando. Esos últimos tres años, no había gastado un céntimo para nada. Guardaba el vestido nuevo que se había comprado al casarse. Poto tiempo después su madre había fallecido y su padre le dio de herencia su ropa. Todo le había servido para que su economía no se viera malograda.
A solas, después de haber dormido a Mayenka, sacó de debajo de una tabla del piso la bolsa, sabía contar, algo de escuela tenía, pero se había esforzado por leer y escribir en todo ese tiempo. Todo lo que pudiera aprender le servía para lograr su cometido, encontrar a Jacobo.
Pidió permiso ese día y se dirigió a la casa de sus suegros, la mujer no había dejado menguar su rencor y la recibió con las mismas palabras que la había despedido tres años atrás. El hombre, encorvado ya por los años llegó al patio por detrás de la casa, desde el granero y cobijo de las vacas. Le habló dulcemente, como ella sabía que hablaban los hombres que tienen adentro mucho amor guardado y no han podido dárselo a nadie. Ella pidió que la acompañara a algún puerto donde hubiera un barco que la acercara hasta Argentina.
Una semana después, el hombre mayor pasó a buscarla para ir juntos hasta el pueblo vecino donde había una estación de trenes. Había desafiado hirientes insultos porque él también creía que su hijo vivía. Sabía que su hijo amaba a esa valiente mujer, sabía del amor hacia su hija.
La señora de la gran casa, la despidió con real afecto y puso en sus manos algunas monedas más. Pero no pudo disimular un gesto de dudas. Todo se hacía en silencio, hasta la niña de siete años había aprendido a callar antes de haber aprendido a balbucear. Corrieron por los costados del tren, las campiñas eslavas y un ronco lamento marino las cubrió, mientras la manito de Mayenka saludaba la figura que estaba quieta entre el movimiento febril del puerto.
Luego… mar. Mar silencio. Mar soledad. Nunca miedo. La claridad de sus ojos marcaban su clara decisión.
En la misma dársena del puerto de Buenos Aires, atracó el buque Rivka y allí, Sofía sintió por primera vez un escalofrío que le recorrió la espalda. Un baúl, una valija y un atado eran su equipaje. Sentía a los hombres y mujeres que a su alrededor se movían, hablaban en un idioma desconocido, nunca ella lo había siquiera escuchado y si alguien de su pueblo se lo había dicho, ella no lo recordaba. La congoja subió a su cuello con la misma lentitud que subieron la escalerilla del barco. Se sentó sobre el baúl y allí se quedó. Tenía ganas de llorar, Mayenka se aferraba a ella con evidente temor. Se fue despejando de gente y de cargas el amplio playón del puerto y el atardecer iluminaba una figura sentada sobre un baúl y a sus pies, sobre el atado de ropa, una niña dormía. Allí esperó sobreponiéndose a un sentimiento que debía alejar, el arrepentimiento.
Cuando su nombre, pronunciado en el idioma conocido la despertó del letargo que ya duraba todo ese día, no podía saber si lo que había ocurrido era realidad. Pensó un momento. El tren, el barco, el mar, el puerto … “Sofka, Sofka”. Primero suave, luego más apremiante. Se dio vuelta para poder creer. Mikol, más delgado y canoso le tendía ambas manos, la abraza, la levanta suavemente de su asiento. Soñaba, ¡sí soñaba, no podía ser verdad! “¿Mikol?, ¿Mikol?, preguntó perpleja, “Si Sofka, ¡sí!”.
Ahora si lloró, vació gran parte de ese caudal que como una gran represa, su corazón había estado conteniendo. Mikol vivía cerca del puerto, con sus hijos ya bastante crecidos, aunque solo habían pasado tres años en que la esposa y los hijos de Mikol habían llegado a la Argentina. Nada sabían ellos de Jacobo, pero se podía averiguar.
A los pocos días, Mikol llegó con alguna noticia, no se sabía si era buena o mala. La compañía inglesa que tendía las vías del ferrocarril por la Línea sur, más precisamente por el territorio de Río Negro, tenía una terminal de vías en Maquinchao y allí posiblemente se encontraría Jacobo.
Sofía quiso viajar enseguida y no hubieron ruegos ni recomendaciones que la hicieran retroceder. Llegó en tren hasta Carmen de Patagones y esperó en una posada de hombres rudos, de voces gruesas y alcohólicos, que la cruzaran en balsa hasta Viedma. Entregó un reloj de plata que tenía para pagar la estadía. La dueña le había dicho que con ese valor servía, el dinero que ella traía no.
Otra vez en el tren y la gran sorpresa del paisaje patagónico, seco, achaparrado cada vez más, hasta dejar desnuda a la tierra. ¿sería el fin del mundo? Se preguntó. Si estaba Jacobo allí, allí ella llegaría.
La estación de Maquinchao era un enjambre de obreros entre pilas de durmientes, montones de rieles y chirriantes maniobras de locomotoras, junto a una monótona música de las mazas que clavaban clavos en las vías. Al primero que pasó le preguntó “¿Jacobo?”, sabía decir solo eso. Le dijeron algo que no entendió pero sí entendió la señal. Dejó allí en el polvo el baúl, la valija y el atado, tomó a Mayenka de la mano.
El viento quiso arrebatar el pañuelo anudado, le picoteó los tobillos con fina arena, parecía no dejarla llegar, la empujaba hacia atrás.
Lo vio allá. Bajando y subiendo una maza. No podía detenerse a mirar. Aseguró cada paso. La maza se paralizó, rebotó blandamente y cayó inerte. Luego del reconocimiento, Jacobo se arrodilló abrazando las piernas de su esposa y a su hija. Su rostro era surcado por finas corrientes que se abrían paso entre el polvo y la barba. “Te esperaba…” balbuceó. “Yo …no podía…”.

Este relato integra el libro de Noé Següino “DE LAS HISTORIAS NO CONOCIDAS” (páginas  27 – 31), Editorial Esquel (año 1994). El libro "De las historias no conocidas" del escritor reginense Noé Següino fue declarado de interés cultural y educativo proyecto presentado por ex – Legislador Oscar Eduardo Díaz en el año 1999.

Noé Següino es el noveno hijo de colonizadores.
Nacido y criado en Villa Regina. Desde el Taller Literario de Villa Regina publicó poemas y relatos en la revista "Helicón" y la revista patagónica "Coirón", también en el periódico local "El Ciudadano"  que dirigía Franco González.
Con un lenguaje claro, directo y sencillo, Noé  “Dardo” Següino nos transporta a los primeros años del siglo pasado y nos muestra con realismo los hábitos, costumbres y sacrificios de una familia que luego se radicó en villa Regina. Locutor radial de un programa llamado “Entre Nosotros” que se difunde por la radio LU16 Radio Río Negro que superó los 1000 programas donde entrevista en este espacio historias de vida de reginenses. Con más de 40 años de trayectoria como locutor y animador. Con un archivo documentado de 500 grabaciones que sería positivo rescatar el material en casete y reciclarlo para que no se pierdan estos relatos orales.

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