Se transcribe CARO GIOVANNI... del libro "DE LAS HISTORIAS NO CONOCIDAS" que son relatos del Reginense Noé Següino (Editorial Esquel S.A., noviembre 1994), páginas 15 a 20.
Las imágenes pertenecen al mismo.
¡Que lo disfruten!
PASAPORTE DE JUAN SEGÜINO CON EL CUAL LLEGA A VILLA REGINA DESDE ITALIA (AÑO 1924) |
CARO
GIOVANNI…
Al borde de
la trinchera. Sobre el silencio de la metralla.
Giovanni
leía un pequeño cuaderno manuscrito con poemas adornados en primorosos
ramilletes y guías, pintados a mano.
No reparó
en el tiempo que habían permanecido en ese lugar hasta que un disparo rompió el
encanto y lo hizo tirar bruces dentro de la zanja, sus pies quedaron afuera,
una ráfaga pasó sobre él y sintió el intenso ardor en su pie izquierdo. Reptó
hasta ocultarse mientras todo se tornaba en una tronante humareda. Del borceguí manaba abundante sangre, intentó
sacárselo y el dolor fue tan intenso que le hizo perder el conocimiento.
Despertó en el centro de atención de campaña, entre lamentos y órdenes. Un
torniquete presionaba sobre el muslo, y su pie estaba cubierto por apósitos y
vendas manchadas de sangre. Al tiempo fue trasladado al hospital y entre
operaciones y rehabilitación pasó los siguientes dos años.
Casi otros
dos había estado en el frente.
Iba a
cumplir veinte años; y con una leve renguera cumplía con el servicio de policía
del hospital donde le habían salvado el pie. La guerra no había terminado.
El ya no
regresaría al frente.
Unos años
después terminaba la pesadilla. Dado de baja, con los honores de herido de
guerra viajó hasta su pueblo natal y cruzó los Alpes hasta llegar a Suiza, país
que se había refugiado la familia de su novia. Aquella jovencita de quince años
que había puesto en sus manos poemas que escribía y adornaba con gran arte.
La
comunicación con Giannina había sido muy dispersa en los últimos cuatro años.
Buscó la dirección que tenía de mucho tiempo atrás en Ginebra, y con ella a la
esbelta rubia de veinte años que lo recibía cálidamente. Salieron a pasear esa
tarde. Sus padres, burgueses perseguidos por la postguerra intentaban
instalarse allí.
Giovanni le
propuso viajar a América, se hablaba mucho de Argentina en Italia. Nuevos
horizontes, escapar de una Europa en ruinas. Ella lo pensó pero no podía
decidir; sus padres.. Que esperara un poco más, las cosas cambiarían y luego…
Giovanni regresó las siguientes tardes, insistió en su propuesta y luego le
dijo que lo suyo era amor, que viajaría solo y que regresaría a buscarla.
Cuando se
despidieron, un cuaderno con tapas de lona negra, acompañaba a Giovanni. Lo leyó durante el largo trayecto por el mar,
mecido por las olas. Lo releyó pensando en la nueva lucha que tenía que
emprender, una forma de vivir y no de morir.
Su llegada
a Buenos Aires se registró en febrero de 1923, y con el grupo de inmigrantes
que viajaban con él se dirigió a la cosecha fina. Algunos ya habían venido el
año anterior.
Giovanni fu
apadrinado por un siciliano grandote que tenía experiencia en deschalar maíz,
hombrear bolsas de trigo y dormir a la intemperie. Buena paga. Se podía vivir y ahorrar para regresar a
Europa con dinero. La estación de trenes
de la localidad de Álvarez, pequeño pueblito de la provincia de Santa Fe lo
recibió en el desértico andén. Por las
ventanillas del vagón su vista captaba la inmensidad y el verdor de las pampas
argentinas. La vívida luz solar, en la tarde de febrero no lo adormilaba, todo
lo contrario, le hacía abrir los ojos a una realidad totalmente desconocida.
Sitió el aroma fresco de lo nuevo, que borraba en su interior el olor a sangre
y pólvora.
El punzón
para deschalar las espigas de maíz, le había sacado ampollas y el fino serrucho
de la chala seca le abría grietas sangrantes en los dedos. Se defendió como lo había hecho en el frente.
Conocía la supervivencia , el tiempo del hospital le había hecho dado
experiencia en heridas. Tapó sus manos y se olvidó de ellas.
La noche
era corta para descansar; en este país el sol regresaba antes de lo que dura
una noche. De la troca del maíz, pasó a hombrear bolsas de trigo detrás de la
trilladora. Ahora no había noche; sólo dormía aquel que quería, y esto
significaba menos chapitas por cada bolsa
acarreada a la gran chata rastrera tirada por seis percherones.
Su
compañero no dormía; Giovanni solía dejarse llevar por el sopor y caía sobre la
trilla olorienta para despertar sobresaltado con el resabio de las trincheras
entre gritos y el estruendo de la máquina.
Su piel
tomó el color de la arpillera.
Sólo cuando
llovía, debajo del carro cubierto por una gran lona para que no se mojara el
grano embolsado, Giovanni se permitía recordar y añorar. Su amigo gruñía en
dialecto cuando el cuaderno de tapas negras aparecía en sus manos.
Lo traía
atado a su pierna con dos correas de cuero que habían sostenido la mochila de
los cargadores.
Su trabajo
estaba dando resultado.
La cocina
ambulante servía en el rastrojo un abundante y diario puchero, con grandes
trozos de carne, papas y un jarro de caldo espeso y salado junto a la galleta
seca y crocante. La paga era por semana, contra la entrega de las bien cuidadas
chapitas que colgaban en el cinturón.
La
temporada terminó.
El frío
comenzaba en la Argentina.
El mar lo
recibió para descansar en el barco.
Acunó sus
ahorros junto a sus ilusiones. Visitaría a su padre, llegaría a Ginebra y
convencería a Giannina para regresar juntos a la Argentina; ya conocía parte
del idioma y parte de la geografía, y en el puerto de Buenos Aires había visto
la promoción de una nueva colonia para italianos que patrocinaba la Compañía
Italo Argentina de Colonización. Había preguntado y le habían informado todo
sobre el proyecto.
Regresaría.
Los días de
Nápoles, junto a su padre y a una hermana que se había casado antes de la
guerra, sólo avivaron su urgencia de huir de allí. Don Blas serruchaba leños
que después vendía; y su hermana se
quejaba a la par de sus lacrimosos hijos.
Llegó a
Ginebra con los pasajes listos, sólo faltaba la documentación de Giannina. Se
casarían inmediatamente; ya se lo había comunicado en su última carta desde
Argentina. Luego se embarcarían con ese baúl que él había comprado. Detrás del
candado había herramientas y una sola voluntad.
La gran
casona estaba silenciosa, y cuando se acercó un mal presagio pasó por su mente.
¡Había otros ocupantes! Supo por ellos que la familia había viajado sin dejar
dicho su destino. Sólo el responsable de la renta podía informarle; allí se
dirigió Giovanni.
El hombre
que lo atendió fue parco y no podía
darle ese informe.
Los días
siguientes regresó al lugar, miraba las ventanas, preguntó a las gentes del
vecinadario, esa familia judía era conocida pero nadie sabía su residencia.
Su pasaje,
su pasaporte, su reserva de dinero, sus interrogantes; todo lo consumía el
tiempo. Dejó algunos mensajes y se marchó.
No dejó de
viajar hasta que llegó a la nueva colonia.
Finalizaba
el año 1924.
La mayor
parte de las tierras se habían distribuido, en su primera, segunda y tercer
zona, le dieron una parcela de quince hectáreas en la cuarta. Dentro de la
espaciosa casa colónica apoyó el gran baúl.
Sacó las herramientas;
el serrucho desgarró un pañuelo de gas.
Bajó la
tapa y allí quedó el traje color caoba, sin usar, el que le iba bien con el
color tostado de su piel y con los zapatos de capellada blanca, como le había
dicho el sastre.
El salitre
se arremolinaba como nieve junto a la fina arena que el viento traía de los
rastrones que hacían los canales de riego.
Le compró
dos caballos a la Compañía y los unió a la mancera del arado.
Elisa había
llegado unos meses antes, junto a sus padres y dos hermanas: Don Pietro
aventajaba su plantío en la tercera zona, ya colgaba un coy entre dos álamos.
Por la
costa del canal Giovanni llegaba de visita.
No tenía a
nadie. Hacía dos años que trabajaba de sol a sol, caía rendido por las noches.
Había escrito cartas informando su paradero y a su vez pidiendo informes: su
padre le contestaba agradecido.
Ese día,
ayudaba a Don Pietro a pisar uvas para hacer vino, cuando Giovanni cayó en la
cuenta que Elisa no era una niña ¡era una mujer! Pelo recogido, cuerpo ágil,
manos inquietas. Le habló, y la fiesta se hizo bajo el parral de Don Pietro.
Antes,
Giovanni había guardado en la valijita cartuchera de su arma de guerra, los
cuadernos, el pañuelo verde musgo rasgado, un atado de cartas y varias fotografías,
y la puso sobre el ropero de una luna que había comprado.
Eran
tiempos duros para los colonos, pero Giovanni se sentía conforme; ya tenía una
familia. Elisa le dio veinticinco años de su vida y nueve hijos; mientras tanto
Giovanni compró otra chacra, plantó tomates para la fábrica grande, cosechó
manzanos de sus plantíos, se asoció a la Cooperativa, llevó uvas a la bodega de
Don Jaime, hizo ladrillos, amplió la casa, compró un camión Chevrolet 35, taló
álamos para el aserradero de Don Antonio, -trabajó-.
El día que
Elisa se marchó sin previo aviso, llegaba de hacer un cambio de agua en el
riego, se acercó al lecho, el rostro de la mujer que recién había superado los
cuarenta años, calmo y rígido sólo contenía un mensaje –mira a tu alrededor-.
Así lo
hizo, nueve niños lo observaban, los mayores con ojos de dolor y lágrimas y los
más pequeños con grandes ojos de la incomprensión. Alguien avisó a los
parientes y amigos. Pepe, su amigo íntimo, su amigo del alma, el ser que se
había manifestado como su par para el trabajo, lo abrazó fuerte, lo sentó en el
puentecito de la acequia sin agua y dejó que su hombro se inundara con tanta
agua contenida.. Y una vez más Giovanni no se dio tregua.
Pasaron
diez años después de ese día.
Una noche,
a solas en su habitación, bajó la valijita de arriba del ropero. No fue abierta
hasta entonces, era el misterio de los niños, y Elisa no había creído necesario
preguntar, todos tenían aquí sus historias.
Apretó el
botón, oculto en la madera que accionaba la cerradura, y la abrió, tomó sólo el
cuaderno de tapas de lona negra; en la parte interior de la tapa, nítida, en la
dulce caligrafía, figuraba una dirección:
Pronto
sería Navidad.
Regresaba
con el Chevrolet “zapo” modelo 48, cargado de cosecheros vacíos, pegó la vuelta
por el paso nivel y bajó en el Correo. “El corrierre de la Cera”, un curso de
pintura por correo que una de sus hijos había solicitado, una revista de
compras de una gran tienda y un sobre ribeteado en rojo y azul rezaba “Vía
Aérea”.
Había recibido
ese tipo de sobres desde Italia hasta que su padre murió, de esto hacía tiempo.
Quiso distraerse, su hermana quizás.
Pero no. Su
nombre impreso resaltaba en una letra inimitable, esa mayúscula hacha con un
giro de pluma era única. Llegó al camión con las manos mojadas, sentía el ahogo
de la palpitación en su garganta. No andaba bien últimamente, tendría que
visitar al médico, pero la cosecha no lo permitía. Lentamente se recuperó,
arrancó el camión y manejó despacio; sobre el asiento, a su lado, el sobre
jugaba con su rabillo temblando al traqueteo del camino.
Le pidió a
su hija comer liviano, se acostaría temprano, estaba cansado. Luego de un rato
de oscuridad encendió la luz de su mesa de noche, abrió el doblez del periódico
y allí estaba, era verdad.
Tenía
miedo. Miedo de tocarlo, de abrirlo, miedo de que se esfumara. Tomó el
cortaplumas que tenía a mano y cortó por el lado fino, el despliegue de las
hojas lo trastornó, se sintió transportado al borde de la trinchera, escuchó el
disparo, sintió el dolor intenso de su pie izquierdo, olió el olor de la sangre
y la pólvora y pudo retener a tiempo el grito y el impulso incosciente de
tirarse a tierra.
Cincuenta y
dos años habían pasado de ese día.
Giannina…;
esa letra no había cambiado.
De tiempo
en tiempo se informaron, con mutuos envíos de fotos se ilustraron de la familia
de cada uno.
Giovanni
había cumplido setenta y seis años, y esa Navidad uno de sus hijos le había
alcanzado el sobre hasta su cama. Permanecía en reposo absoluto. Días después
el sobre seguía allí, arriba de los dos volúmenes del diccionario de lengua
castellana que descansaban en la mesa de luz. Cuando la noche de los tiempos se
hizo sobre él, ya lo había mirado por última vez varias veces.
La tarjeta
rezaba los deseos de Feliz 1975.
Un hijo de
Giovanni creyó conveniente informar a esa dirección de lo acaecido, y la
respuesta de Giannina a ese gesto no se hizo esperar.
Los años no
habían borrado el cariño, y el destino había decidido.
Tamaña
aventura no podía haber sido para ella resumía en su carta.
Pasó el
tiempo, y el olvido pareció cubrirlo todo.
En 1986.
Con la edad del siglo, Giannina olvidó la muerte y buscó el número de la
casilla de correos de Villa Regina.
El sobre de
la mayúscula impecable mostraba un tembloroso giro, y encabezamiento de la
carta rezaba:
A tempo,
non e recivutto la tua lettera… mía salute non me…
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