El ingeniero Miguel San Martín (57), nacido en Villa Regina, es uno de los argentinos más exitosos que no viven en el país y reconoce que “la Argentina de hoy es el día y la noche comparada con el momento en que me fui”.
“Hay más oportunidades, incluso en mi área, la exploración espacial. Visité a los muchachos del INVAP en Bariloche y a los de Satellogic, que están haciendo satélites…, y me fui enloquecido, muy contento de haber conocido a esa juventud. Creo que no tienen que irse del país. La Argentina puede hacer satélites que, en vez de orbitar la tierra, podrían ir a Marte a sacar fotos, como hacen otras agencias espaciales. Su gente está absolutamente capacitada para eso. Le daría mucho prestigio, la pondría en el mapa y muchos notarían que el país tiene recursos para liderar el mundo”.
A continuación la nota difundida este domingo 30 por INFOBAE:
A un poco más de tres décadas del aterrizaje (o mejor, amartizaje) de una nave tripulada en el cercano… ¡y tan lejano y literario Planeta Rojo!, habla su científico clave, e Infobae aporta el resto…
El 15 de mayo de 1958, ante los asombrados ojos de la humanidad, una pequeña bola metálica no mayor que una pelota de fútbol, con antenas que salían de su entraña, empezó a orbitar el planeta Tierra. Su nombre: Sputnik 1. Su origen: la entonces Unión Soviética.
Nacía la conquista del espacio. El último gran desafío del Hombre: alcanzar las estrellas.
Pero en tierra firme, argentina y sureña (Villa Regina, Río Negro), los San Martín, un matrimonio de granjeros, no miraban al cielo para captar el paso del satélite.
Tenían otras preocupaciones: que el tiempo no fuera hostil y sus manzanas crecieran pletóricas, y que el niño que venía en camino llegara sano.
Ambos ruegos fueron oídos: la cosecha no falló, y los reyes magos dejaron en sus zapatos, el 6 de enero, un bello y rollizo bebé: Miguel (tal su nombre de bautismo) San Martín, arribado a este valle de lágrimas –bíblica definición– ocho meses después de la aventura del Sputnik 1.
Ciertos hechos sincrónicos son insoslayables hasta para los más incrédulos. San Martín. El mismo apellido del vencedor de Los Andes y del más grande de esta patria.
Cuna en Río Negro. Tierra de manzanas. Esa fruta que mordieron Adán y Eva. Arrojados del Paraíso por el Creador, no fue tan malo su destino: si ha de creerse la leyenda… todos somos sus hijos. Y entre ellos, Miguel San Martín.
Un chico que no jugaba a los cowboys contra los indios con un revólver de cebita (dudosos remedos del ¡bang, bang, bang! de las películas): prefería los objetos mecánicos. Desarmarlos, armarlos, desentrañar sus secretos.
“Mis padres me regalaban juguetes electrónicos, y me la pasaba arreglando cosas. Jugaba con transistores“, contó más de una vez. Alguien debería haberle dicho (tal vez lo hizo), que un tal Leonardo Da Vinci hacía lo mismo… cinco siglos antes.
Y así como San Martín José apuntó con su sable corvo hacia Chile y Perú, las patrias que habría de liberar, Miguel ídem encaró la aventura de Buenos Aires: el ruido y el cemento contra la paz y el silencio de su primera tierra…
Entró en el Colegio Industrial Pío IX del barrio de Almagro. Sus maestros fueron curas salesianos. Famosos como impresores, pero también asomados a lo nuevo, lo misterioso, lo futuro, que en la Edad Media hubiera sido anatema: la técnica electrónica. Lo que domina el mundo de este siglo. Lo que está detrás de cada tecla de esta computadora para contar esta historia…
“En mi año empezamos cinco… ¡y nos graduamos dos! Después, el gran sueño (y también el gran sacrificio) de mi vida. Cortar el cable a tierra e ir a los Estados Unidos“.
No porque sí. Miguel siguió, casi hechizado, el proyecto Apollo: la primera huella del hombre (Neil Armstrong en nombre de la especie humana) en esa Luna vecina que hasta entonces sólo había inspirado a ciertos poetas, y a enamorados un poco cursis…
Pero otra misión lo atrapó casi hasta la asfixia: la Viking (20 de mayo de 1975), fue la primera nave en descender con éxito en Marte. “Cuando sucedió, yo estaba de vacaciones de invierno en la chacra paterna, y seguí los pasos escuchando la BBC de Londres por onda corta: tecnología vieja, pero útil”, recordó Miguel.
Y decidió entregar su talento, y hasta su vida, a Marte. El gran enigma. El planeta rojo. La inspiración de un genio: Ray Bradbury y sus “Crónicas Marcianas”, una especie de biblia laica y espacial, imprescindible además para quienes pretenden abordar el arte de escribir…
Marte, el de las mil y una leyendas. Sueños. Terrores. Conjeturas desde la Noche de los tiempos.
¿Hay marcianos? ¿Son como nosotros? ¿Creen en Dios? ¿Vendrán a la Tierra como amigos o como enemigos? ¿Se parecen a los hombrecitos verdes de las historietas? ¿Si llegamos, nos abrirán los brazos o nos matarán?
Mil cuentos, mil películas, mil fantasías.
En septiembre de 1984, un joven Dennis Overbye, que hoy está en el staff de periodistas científicos de The New York Times, escribió: “Hay dos mundos llamados Marte. Uno es el planeta de la realidad. Un paisaje de hielo, polvo y rocas surcado por solitarios cañones y canales de ríos secos.El otro Marte es el planeta de la imaginación. Un mundo acechado por glorias pasadas, donde una antigua civilización perdura en ruinas junto a los canales de irrigación. Pero arrastrados a través de millones de kilómetros de vacío por un sueño, tal vez descubramos que los marcianos existen. Son (o seremos) nosotros mismos“.
Pero no para Miguel San Martín. Ingeniero recibido en 1982 ¡con honores! en la Syracuse University como Ingeniero Electrónico, y en 1985 en el Massachusetts Institute of Technology con un Master en Ingeniería Aeronáutica y Astronáutica, fue contratado por el Jet Propulsion Laboratory (JPL), el corazón, el centro de la NASA especializado en exploración planetaria.
Su especialidad: guiado, navegación y control de naves espaciales, en particular aplicadas al descenso en Marte. Y Jefe de ese sistema desde 1993.
Es decir: para él no hay fantasías. Leamos fragmentos de su último reportaje, logrado por radio Mitre: “Planeamos llegar a Europa, una de las lunas de Júpiter. Una capa de hielo, y debajo, un océano líquido donde hay más agua que en la Tierra. Eso nos esperanza: tal vez la vida haya surgido, y se encuentre hoy en día en la Luna“.
“Va para largo. El lanzamiento sería en 2024, 2025. Cuatro años de viajes: llegaríamos en el 2030. Sería el final de mi carrera”. “La idea de escuchar con estaciones de radio para captar alguna transmisión de otra civilización en algún rincón del universo, es un tema serio. No es fantasía o ciencia ficción. Pero hasta ahora nada se ha escuchado” (Nota: el tema del apasionante film “Contacto”, con Jodie Foster, sobre un libro del gran Carl Sagan).
“Somos varios argentinos en la NASA. Diez. Era mi sueño de chico, y resultó ser tan interesante como lo esperaba. Tenemos reuniones. A veces vamos al desierto a probar parte del sistema de aterrizaje. Pero otros días son muy burocráticos: explicar por qué estamos atrasados o gastamos más del dinero que tenemos“, cuenta San Martín.
Él, uno de los argentinos más exitosos que no viven en el país, reconoce que “la Argentina de hoy es el día y la noche comparada con el momento en que me fui. Hay más oportunidades, incluso en mi área, la exploración espacial. Visité a los muchachos del Invap en Bariloche, y a los de Satellogic, que están haciendo satélites…, y me fui enloquecido, muy contento de haber conocido a esa juventud. Creo que no tienen que irse del país. La Argentina puede hacer satélites que, en vez de orbitar la tierra, podrían ir a Marte a sacar fotos, como hacen otras agencias espaciales. Su gente está absolutamente capacitada para eso. Le daría mucho prestigio, la pondría en el mapa, y muchos notarían que el país tiene recursos para liderar el mundo”.
No le gusta a Miguel que le digan “genio”. Pero aunque esa definición está muy bastardeada entre nosotros –somos capaces de llamar así a un ganador de Gran Hermano…–, lo es.
Pruebas al canto. Después de un par de fracasos, logró que la misión Pathfinder (descenso de una sonda en Marte) tuviera éxito… ¡usando bolsas de aire para amortiguar el impacto de la nave contra la superficie! Próximo paso: el Curiosity. Un vehículo robótico para buscar compuestos orgánicos. Pero con instrumentos sin precedentes en peso y tamaño: casi una tonelada.
Solución: el SkyCrane, una grúa voladora que posaría al Curiositydirectamente sobre sus ruedas. Y Miguel no fue sólo uno de los inventores del sistema: también el que demostró que se podía controlar con precisión y poco riesgo.
El 5 de agosto pasado, el Curiosity aterrizó con éxito en el cráter Gale, a sólo dos kilómetros del objetivo, y con velocidades mínimas de contacto. Como diríamos en nuestras pampas, “¡gol de Miguel!”
Que salvo su genio, es un nativo, un argento normal: está casado con Susan hace 28 años, y tiene dos hijas: Samantha (25) y Madeleine (19). Edad: 58. Nombre de arcángel (a Miguel agréguele el “San”). Apellido de prócer. Niño más interesado en los cielos que en la tierra. Niño que más que preguntar la hora quería saber qué había dentro del reloj… mientras comía una manzana de la granja paterna.
Pues bien. Ese niño (ese hombre), acaso en tres décadas y pico, ponga un homo sapiens en Marte. Nuestro vecino más cercano. Más misterioso. Más literario. Más temible o más amigable. Con agua o sin agua.
Con una civilización que ya fue y se extinguió… o que todavía se está urdiendo como la nuestra: en ese caldo de barro, bacterias, y esa evolución que –cataclismos mediante– convirtió a los monstruosos dinosaurios en pequeños pájaros, y a Lucy (primeros huesos completos de un/una homíndo), en –por ejemplo– ese bellíismo.
A continuación la nota difundida este domingo 30 por INFOBAE:
A un poco más de tres décadas del aterrizaje (o mejor, amartizaje) de una nave tripulada en el cercano… ¡y tan lejano y literario Planeta Rojo!, habla su científico clave, e Infobae aporta el resto…
El 15 de mayo de 1958, ante los asombrados ojos de la humanidad, una pequeña bola metálica no mayor que una pelota de fútbol, con antenas que salían de su entraña, empezó a orbitar el planeta Tierra. Su nombre: Sputnik 1. Su origen: la entonces Unión Soviética.
Nacía la conquista del espacio. El último gran desafío del Hombre: alcanzar las estrellas.
Pero en tierra firme, argentina y sureña (Villa Regina, Río Negro), los San Martín, un matrimonio de granjeros, no miraban al cielo para captar el paso del satélite.
Tenían otras preocupaciones: que el tiempo no fuera hostil y sus manzanas crecieran pletóricas, y que el niño que venía en camino llegara sano.
Ambos ruegos fueron oídos: la cosecha no falló, y los reyes magos dejaron en sus zapatos, el 6 de enero, un bello y rollizo bebé: Miguel (tal su nombre de bautismo) San Martín, arribado a este valle de lágrimas –bíblica definición– ocho meses después de la aventura del Sputnik 1.
Ciertos hechos sincrónicos son insoslayables hasta para los más incrédulos. San Martín. El mismo apellido del vencedor de Los Andes y del más grande de esta patria.
Cuna en Río Negro. Tierra de manzanas. Esa fruta que mordieron Adán y Eva. Arrojados del Paraíso por el Creador, no fue tan malo su destino: si ha de creerse la leyenda… todos somos sus hijos. Y entre ellos, Miguel San Martín.
Un chico que no jugaba a los cowboys contra los indios con un revólver de cebita (dudosos remedos del ¡bang, bang, bang! de las películas): prefería los objetos mecánicos. Desarmarlos, armarlos, desentrañar sus secretos.
“Mis padres me regalaban juguetes electrónicos, y me la pasaba arreglando cosas. Jugaba con transistores“, contó más de una vez. Alguien debería haberle dicho (tal vez lo hizo), que un tal Leonardo Da Vinci hacía lo mismo… cinco siglos antes.
Y así como San Martín José apuntó con su sable corvo hacia Chile y Perú, las patrias que habría de liberar, Miguel ídem encaró la aventura de Buenos Aires: el ruido y el cemento contra la paz y el silencio de su primera tierra…
Entró en el Colegio Industrial Pío IX del barrio de Almagro. Sus maestros fueron curas salesianos. Famosos como impresores, pero también asomados a lo nuevo, lo misterioso, lo futuro, que en la Edad Media hubiera sido anatema: la técnica electrónica. Lo que domina el mundo de este siglo. Lo que está detrás de cada tecla de esta computadora para contar esta historia…
“En mi año empezamos cinco… ¡y nos graduamos dos! Después, el gran sueño (y también el gran sacrificio) de mi vida. Cortar el cable a tierra e ir a los Estados Unidos“.
No porque sí. Miguel siguió, casi hechizado, el proyecto Apollo: la primera huella del hombre (Neil Armstrong en nombre de la especie humana) en esa Luna vecina que hasta entonces sólo había inspirado a ciertos poetas, y a enamorados un poco cursis…
Pero otra misión lo atrapó casi hasta la asfixia: la Viking (20 de mayo de 1975), fue la primera nave en descender con éxito en Marte. “Cuando sucedió, yo estaba de vacaciones de invierno en la chacra paterna, y seguí los pasos escuchando la BBC de Londres por onda corta: tecnología vieja, pero útil”, recordó Miguel.
Y decidió entregar su talento, y hasta su vida, a Marte. El gran enigma. El planeta rojo. La inspiración de un genio: Ray Bradbury y sus “Crónicas Marcianas”, una especie de biblia laica y espacial, imprescindible además para quienes pretenden abordar el arte de escribir…
Marte, el de las mil y una leyendas. Sueños. Terrores. Conjeturas desde la Noche de los tiempos.
¿Hay marcianos? ¿Son como nosotros? ¿Creen en Dios? ¿Vendrán a la Tierra como amigos o como enemigos? ¿Se parecen a los hombrecitos verdes de las historietas? ¿Si llegamos, nos abrirán los brazos o nos matarán?
Mil cuentos, mil películas, mil fantasías.
En septiembre de 1984, un joven Dennis Overbye, que hoy está en el staff de periodistas científicos de The New York Times, escribió: “Hay dos mundos llamados Marte. Uno es el planeta de la realidad. Un paisaje de hielo, polvo y rocas surcado por solitarios cañones y canales de ríos secos.El otro Marte es el planeta de la imaginación. Un mundo acechado por glorias pasadas, donde una antigua civilización perdura en ruinas junto a los canales de irrigación. Pero arrastrados a través de millones de kilómetros de vacío por un sueño, tal vez descubramos que los marcianos existen. Son (o seremos) nosotros mismos“.
Pero no para Miguel San Martín. Ingeniero recibido en 1982 ¡con honores! en la Syracuse University como Ingeniero Electrónico, y en 1985 en el Massachusetts Institute of Technology con un Master en Ingeniería Aeronáutica y Astronáutica, fue contratado por el Jet Propulsion Laboratory (JPL), el corazón, el centro de la NASA especializado en exploración planetaria.
Su especialidad: guiado, navegación y control de naves espaciales, en particular aplicadas al descenso en Marte. Y Jefe de ese sistema desde 1993.
Es decir: para él no hay fantasías. Leamos fragmentos de su último reportaje, logrado por radio Mitre: “Planeamos llegar a Europa, una de las lunas de Júpiter. Una capa de hielo, y debajo, un océano líquido donde hay más agua que en la Tierra. Eso nos esperanza: tal vez la vida haya surgido, y se encuentre hoy en día en la Luna“.
“Va para largo. El lanzamiento sería en 2024, 2025. Cuatro años de viajes: llegaríamos en el 2030. Sería el final de mi carrera”. “La idea de escuchar con estaciones de radio para captar alguna transmisión de otra civilización en algún rincón del universo, es un tema serio. No es fantasía o ciencia ficción. Pero hasta ahora nada se ha escuchado” (Nota: el tema del apasionante film “Contacto”, con Jodie Foster, sobre un libro del gran Carl Sagan).
“Somos varios argentinos en la NASA. Diez. Era mi sueño de chico, y resultó ser tan interesante como lo esperaba. Tenemos reuniones. A veces vamos al desierto a probar parte del sistema de aterrizaje. Pero otros días son muy burocráticos: explicar por qué estamos atrasados o gastamos más del dinero que tenemos“, cuenta San Martín.
Él, uno de los argentinos más exitosos que no viven en el país, reconoce que “la Argentina de hoy es el día y la noche comparada con el momento en que me fui. Hay más oportunidades, incluso en mi área, la exploración espacial. Visité a los muchachos del Invap en Bariloche, y a los de Satellogic, que están haciendo satélites…, y me fui enloquecido, muy contento de haber conocido a esa juventud. Creo que no tienen que irse del país. La Argentina puede hacer satélites que, en vez de orbitar la tierra, podrían ir a Marte a sacar fotos, como hacen otras agencias espaciales. Su gente está absolutamente capacitada para eso. Le daría mucho prestigio, la pondría en el mapa, y muchos notarían que el país tiene recursos para liderar el mundo”.
No le gusta a Miguel que le digan “genio”. Pero aunque esa definición está muy bastardeada entre nosotros –somos capaces de llamar así a un ganador de Gran Hermano…–, lo es.
Pruebas al canto. Después de un par de fracasos, logró que la misión Pathfinder (descenso de una sonda en Marte) tuviera éxito… ¡usando bolsas de aire para amortiguar el impacto de la nave contra la superficie! Próximo paso: el Curiosity. Un vehículo robótico para buscar compuestos orgánicos. Pero con instrumentos sin precedentes en peso y tamaño: casi una tonelada.
Solución: el SkyCrane, una grúa voladora que posaría al Curiositydirectamente sobre sus ruedas. Y Miguel no fue sólo uno de los inventores del sistema: también el que demostró que se podía controlar con precisión y poco riesgo.
El 5 de agosto pasado, el Curiosity aterrizó con éxito en el cráter Gale, a sólo dos kilómetros del objetivo, y con velocidades mínimas de contacto. Como diríamos en nuestras pampas, “¡gol de Miguel!”
Que salvo su genio, es un nativo, un argento normal: está casado con Susan hace 28 años, y tiene dos hijas: Samantha (25) y Madeleine (19). Edad: 58. Nombre de arcángel (a Miguel agréguele el “San”). Apellido de prócer. Niño más interesado en los cielos que en la tierra. Niño que más que preguntar la hora quería saber qué había dentro del reloj… mientras comía una manzana de la granja paterna.
Pues bien. Ese niño (ese hombre), acaso en tres décadas y pico, ponga un homo sapiens en Marte. Nuestro vecino más cercano. Más misterioso. Más literario. Más temible o más amigable. Con agua o sin agua.
Con una civilización que ya fue y se extinguió… o que todavía se está urdiendo como la nuestra: en ese caldo de barro, bacterias, y esa evolución que –cataclismos mediante– convirtió a los monstruosos dinosaurios en pequeños pájaros, y a Lucy (primeros huesos completos de un/una homíndo), en –por ejemplo– ese bellíismo.
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