Aquella abuela que albergaba los secretos del lenguaje en su casa de Villa Regina.
Recuerdos inspiradores. Una visita al pueblo en el que pasamos momentos entrañables de nuestra infancia despierta pensamientos sobre el poder mágico de las palabras.
Villa Regina es una ciudad del Alto Valle de Río Negro, un paraíso patagónico a donde a principios del siglo pasado llegó una fuerte inmigración italiana que puso su arte y su esfuerzo en los trabajos de la tierra. Regina fue entonces una pequeña Italia, un territorio argentino en el que la mayoría de sus habitantes hablaba en italiano. Esa era la lengua que se oía en las calles, en las panaderías, en la sobremesa de las casas y en las conversaciones que se alargaban en las noches de verano bajo las estrellas o los parrales cargados de uva chinche. Los contratos se arreglaban en italiano, también en esa lengua se contaban los secretos, y las alegrías familiares, y las tristezas más hondas. Lengua, tierra y trabajo. La intensidad del perfume de las manzanas y las peras nacía en las chacras cercanas y llegaba al pueblo, que creció al pie de la sierra.
En el mismo paisaje, sierra y ciudad, tan fundidas que no puede pensarse una sin la otra. El dulzor que venía de la fábrica de sidra impregnaba las calles, era un elixir que ablandaba el aire.
En su casa de Villa Regina, mi abuela italiana rezaba el rosario en español; con devoción pero en una lengua que no era la suya. Cada día, en la penumbra de su cuarto, en soledad, en la urgencia, con una rapidez tan concentrada que las palabras se pegaban unas a otras.
Los labios gruesos se movían rápido en movimientos cortos que iban regulando el aire dentro de su boca. Cerraba los párpados mientras musitaba sus rezos y en cada cuenta del rosario ponía el fervor de las personas que tienen una fe enorme en la palabra. Me recuerdo a su lado, oyendo el susurro de las oraciones. El aire salía de su boca convertido en palabras que me zumbaban alrededor. Tengo el espesor de ese zumbido suyo anidado en mi oreja desde aquellos días. Yo era una niña pero podía verlo, era en esas palabras en las que mi abuela tenía puesta una enorme confianza. Aquella lengua, que no era la suya, era sin embargo la intimidad más pura, y era también el diálogo que se elevaba más alto.
En aquellas noches calurosas hubo veces en que, las dos encerradas en su cuarto, yo confundía el rezo de mi abuela con su propia respiración. Eran momentos de incertidumbre en que yo no podía reconocer en la pesadez de aquella atmósfera penumbrosa de la habitación si eso que yo oía y que quedaba flotando y nos rodeaba los cuerpos eran sus oraciones o era el aire que entraba y salía de su boca. ¿Era una sílaba o una exhalación? Instantes en los que se fundían la palabra y el aire y era imposible separarlos.
Vuelvo muchas veces a esa escena de mi abuela rezando en Regina. Y cada vez que vuelvo entro en el susurro de una lengua que es también la mía pero que aun así no entiendo. No pude verlo entonces pero lo veo hoy, en la ebullición de esas palabras había también angustia. Ella había dejado a sus padres en un país que había atravesado dos guerras, a sus amigos, su pueblo. La certeza de que no volvería a verlos nunca más ahondaría esa angustia. La voz de aquellos rezos no tenía sin embargo la letanía de los oficios religiosos. Era una voz que buscaba la salvación, sí, pero estaba muy cerca de la agitación de los deseos.
Una voz empeñada en avanzar y dejar atrás el dolor. Pero ¿por qué mi abuela rezaba en la lengua de este país en la que ella era una inmigrante? Esa mujer italiana pedía por su propio futuro en una lengua que no era la suya. Tal vez en los nuevos enunciados ella buscaba también nuevos discursos y se alejaba así de las palabras que habían redactado un pasado de ausencias y de pérdidas. ¿Nuevos acentos para una vida que mi abuela desearía mejor? ¿Buscaba que al estrenar ella una gramática la nueva sintaxis desplegara el umbral de otros horizontes? Tal vez creyera que una semántica diferente le traería por fin los signos de la felicidad. Quizás mi abuela sintió que rezar en español era existir en la lengua del otro y por lo tanto ser reconocida por los demás. Tal vez fuera el camino para ser menos extranjera, para olvidar en parte, al menos en aquellos discursos tan sentidos, la extraterritorialidad a la que estaba confinada.
Cada día, las palabras nos ponen de pie, nos hacen avanzar, ir hacia los otros, atravesar las horas. Con la palabra establecemos diálogos con la historia, la filosofía, la ciencia, las religiones. Tratamos de esclarecer y comprender lo que nos preocupa, nos deslumbra, nos resulta oscuro. La lengua nos permite salir de las experiencias más perturbadoras y abordar el inmenso enigma que es el yo, acercarnos al secreto que son los otros, intentar comprender el misterio que somos todos.
Algunas tardes de verano, cuando hacía demasiado calor para quedarse dentro del cuarto, mi abuela me llevaba a la acequia. Bajábamos después del mediodía por una calle de tierra caminando por debajo de la sombra de los árboles que bordeaban el camino. No era sólo por la frescura del agua por lo que me gustaba ir a la acequia. Es que en aquellas tardes en el canal, el rumor que el viento formaba en el agua o entre las ramas más altas de los álamos sonaba igual, exactamente igual, que el susurro de las palabras que respiraban en la boca de mi abuela.
Nuestro futuro no existe sino en el lenguaje. Sólo en nuestras palabras vive el tiempo que todavía no llegó. Sin palabras, tampoco tendríamos futuro. Como mi abuela, algunos días todos libramos una batalla contra nosotros mismos. Son días en que arribamos a una tierra que nos resulta tan extraña que somos allí inmigrantes. Hay en cada uno de nosotros elementos que al interpelarnos nos tensionan y entramos en conflicto. Nuestra historia, el pasado, la educación, los deseos, los sueños, la realidad. Nuestra existencia está condicionada por la posibilidad de desarrollarnos dentro de una lengua. Nuestras vidas, limitadas por las palabras, cuelgan de los hilos del lenguaje. Tal vez mi abuela lo intuyera y por eso algunas veces ella ponía tanto empeño en enseñarme a rezar. Fue la primera en creer que las palabras iban a salvarme. En esa transmisión me legó también el misterio que se oculta en el lenguaje y el silencio. ¿Era fraseo o una inhalación? ¿Cadencia, o la aspiración del aire más pesado? ¿Era poesía o era respiración? ¿O eran uno para ella?, ¿o fueron uno desde entonces para mí?
Angela Pradelli es escritora. Autora de numerosos libros, Premio Clarín Novela 2004.
Publicado en Diario "Clarin", 17 de Septiembre de 2017.-
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