"70 KILOGRAMOS NETOS".
La pobreza fue la característica más sobresaliente que marcó los comienzos de la colonia. No era esa pobreza dura, sin alternativas. No, nuestra pobreza era distinta, llena de ingenio y agudeza para resolver las situaciones más inverosímiles.
Había espíritu, inventiva y empuje para lograr de un poste una viga, de una semilla una quinta, de un crin un pincel.
Todo tenía un objetivo; lograr hacer producir el pedazo de tierra adquirida a la compañía Colonizadora.
La bolsa de harina, impresa en indelebles letras negras, un poco de tabaco, algunas herramientas. Todo era comprado en el almacén de ramos generales cuando el trueque podía producirse, ya sea con huevos, un queso o un cerdo engordado para la faena. No había para nada más. Se regresaba a la casa de adobe y al otro día nuevamente en el surco. El hombre, delante, la mujer, detrás, y detrás de ella, niños, a veces demasiados. Pero no había quejas inútiles. Por la noche, reunirse alrededor de la cocina a leña era una pequeña fiesta.
De allí surgía gran parte de nuestro bienestar. El calor de la lumbre, el pan del horno, la pava humeante, la gran sartén con huevos fritos y tocino. Mientras esto ocurría, mi madre cantaba canciones alegres de recuerdos bienamados. Así fue el comienzo.
Con casi nada, pero con la marca de la superación en todo momento.
Y así fu que siendo yo el mayor de los cinco hermanos que éramos, siempre estaba careciendo de algo, para colmo de males mi madre me regañaba por mis rápidos estirones que le desequilibraban sus más ajustados cálculos. Cuando había logrado cubrir mis tobillos, la camisa se acortaba, y cuando la camisa se alargaba, los pantalones no prendían. Esto agilizaba los recursos de mi madre, que por seguirme a mí, solucionaba el problema de los cuatro restantes.
Pero como dije antes, no había con que comprar y así se le echaba mano a elementos concretos.
Cuando llegó la temporada de la escuela ésta funcionaba en un galpón cedido para tal fin. Me encontré sin un pantalón que me pudiera poner para concurrir a clases. Deambulé decepcionado y pensando que hacía tiempo que no se compraban telas para confecciones. Un vestido de mi madre había caído bajo las tijeras reproduciéndose en sendos vestidos para mis hermanas.
No pasó mucho tiempo para que terminara mi preocupación. Una noche, antes de acostarme, mi madre me alcanzó un bulto diciéndome que me lo pusiera y se lo mostrara. Fui hasta la cocina en silencio. Mi madre sonrió poniendo con habitual gesto su mano bajo el mentón: Mi padre dejó su lectura y dijo: "Está bien". Yo nada pude agregar.
Al otro día, alguien detrás mío leyó en voz alta: "Setenta kilogramos netos".
Este relato integra el libro de Noé Següino “DE LAS HISTORIAS NO CONOCIDAS” (páginas 49 –50), Editorial Esquel (año 1994). El libro "De las historias no conocidas"-
JACOBO Y SOFÍA.
A la valentía de Sofía Balus de Hromek.
Jacobo, Mikol y
Yaco, decidieron esa noche, entre copa y copa, dejar el pueblo natal para
encarar una nueva vida. Checoslovaquia estaba devastada como toda Europa. Había
que buscar nuevos horizontes para ellos y sus familias.
Mikol, el mayor de
los tres, tenía varios niños. Yaco dos y Jacobo, el más joven, una hija de
pocos meses. Cada uno empacó sus cosas y las mujeres resignaron sus temores, no
era propio de ellas frenar a los hombres.
Con lo necesario
y algunos ahorros se embarcaron hacia un país que recibía a todo hombre de
trabajo y buena voluntad.
El gran puerto de
Buenos Aires, con importante movimiento para la época, los sorprendió, ellos
eran campesinos de campiñas eslavas.
Yaco pronto se
desprendió del grupo. Mikol tenía temor de entrar en la ciudad y deambuló por
el puerto hasta que pudo conchabarse; Jacobo un poco más aventurero, con las ansias
juveniles intactas, comenzó a trabajar para los ingleses en la construcción de
vías férreas de la Línea sur. A selva llegaban regularmente alguna que otra
carta, eran Yaco y Mikol, pero… ¿Jacobo? A los dos años Mikol mandó dinero para
que su esposa e hijos se reunieran con él, Yaco tardó un poco más, Jacobo
continuaba en silencio.
Esa mañana, Sofía
se había sentado en el banquillo para ordeñar las vacas que eran guardadas en
los bretes del establo de su suegro. Su suegra, mujer arbitraria y punzante,
regañaba constantemente a su hijo y cuando Sofía entró en la casa como la
esposa de éste, recibió idéntico trato. Correspondía el respeto a la dueña de
casa y por ello, arriba del establo, en dos piezones para heno, se arreglaron
los esposos. Allí nació Mayenka.
Esa mañana fue a
ordeñar a las vacas una hora antes, siempre lo hacía a las cinco. Ni había
mirado sobre la mesa de tablas en la habitación que hacía de cocina, prefería
no ver los bultos que de la noche anterior esperaban. No había orinado en el
orinal que descansaba bajo los cuatro tacos que sostenían el colchón de paja de
trilla, había ido a orinar al campo, a la luz de las estrellas y allí de
cuclillas, roció los pastos con el agua de su cuerpo. Lloró en silencio, como
sólo saben hacerlo los seres que saben sufrir, los que saben que no se rendirán
ante nada, los que tienen la seguridad de que sólo son capaces de sucumbir ante
la muerte.
Jacobo le rozó
con la mano clara el cabello y acarició su larga trenza de trigo. Ella tenía
hundida la frente en la ingle de la vaca y tiraba de las dos tetas haciendo
salir alternativamente dos blancos chorros que sonaban a monótona música. No se
dio vuelta. No se distrajo. Ya todo había sido dicho y no sería ella que
agregara nada más, sabía que había llegado el momento. Jacobo partió y el
silencio se fue haciendo cada vez más extenso.
Sofía había
preguntado a las mujeres de los otros si ellos mencionaban a Jacobo, sólo se
había recibido la escueta noticia de que había partido con los trenes hacia el
sur argentino, tierra inhóspita y terrible, contaría Mikol.
Sofía no creería
nunca que él la hubiera abandonado así, sin una sola letra, sin dar al menos
una señal de vida.
Cuando se cumplió
el tercer año de su partida, Sofía preparó su propio plan. Se dirigió a los
campos de unos ricos hacendados que tenían tierras del otro lado del pueblo,
habló con el señor al cual conocía sólo de vista, cuando en las fiestas
populares se paseaba junto a su acicalada esposa y bien vestidos hijos.
El hombre llamó a
la señora, acordaron que comenzaría a trabajar al otro día, esa misma noche,
ella haría un atado con sus ropas y las de su hija y se instalaría en una pieza
que estaba junto a la cocina y los lavaderos. Se lo comunicó a su suegro,
hombre pacífico, resignado al silencio y éste, quizás por una cuestión de
fidelidad se lo dijo a su esposa, la que echando espuma por la boca le hechó en
cara lo poco agradecida que era. Había comido de ellos y por su culpa había
perdido a un hijo.
Sofía tenía a su
cargo las habitaciones de la planta alta, vaciar la vacinillas, acarrear baldes
de agua tibia para los baños y lustrar muebles y pisos. No había niños en la
casa, la anciana madre, una hija solterona, el señor y la señora. Todas las
otras habitaciones se llenaban algunas veces de invitados o cuando los jóvenes
y apuestos varones venían a pasar sus vacaciones desde Praga.
Moneda a moneda,
la fuerte bolsa cosida en paño marrón y reforzada en cuero de cabra, bien
sobado y flexible, se fue llenando. Esos últimos tres años, no había gastado un
céntimo para nada. Guardaba el vestido nuevo que se había comprado al casarse.
Poto tiempo después su madre había fallecido y su padre le dio de herencia su
ropa. Todo le había servido para que su economía no se viera malograda.
A solas, después
de haber dormido a Mayenka, sacó de debajo de una tabla del piso la bolsa,
sabía contar, algo de escuela tenía, pero se había esforzado por leer y
escribir en todo ese tiempo. Todo lo que pudiera aprender le servía para lograr
su cometido, encontrar a Jacobo.
Pidió permiso ese
día y se dirigió a la casa de sus suegros, la mujer no había dejado menguar su
rencor y la recibió con las mismas palabras que la había despedido tres años
atrás. El hombre, encorvado ya por los años llegó al patio por detrás de la
casa, desde el granero y cobijo de las vacas. Le habló dulcemente, como ella
sabía que hablaban los hombres que tienen adentro mucho amor guardado y no han
podido dárselo a nadie. Ella pidió que la acompañara a algún puerto donde
hubiera un barco que la acercara hasta Argentina.
Una semana
después, el hombre mayor pasó a buscarla para ir juntos hasta el pueblo vecino
donde había una estación de trenes. Había desafiado hirientes insultos porque
él también creía que su hijo vivía. Sabía que su hijo amaba a esa valiente
mujer, sabía del amor hacia su hija.
La señora de la
gran casa, la despidió con real afecto y puso en sus manos algunas monedas más.
Pero no pudo disimular un gesto de dudas. Todo se hacía en silencio, hasta la
niña de siete años había aprendido a callar antes de haber aprendido a
balbucear. Corrieron por los costados del tren, las campiñas eslavas y un ronco
lamento marino las cubrió, mientras la manito de Mayenka saludaba la figura que
estaba quieta entre el movimiento febril del puerto.
Luego… mar. Mar
silencio. Mar soledad. Nunca miedo. La claridad de sus ojos marcaban su clara
decisión.
En la misma
dársena del puerto de Buenos Aires, atracó el buque Rivka y allí, Sofía sintió
por primera vez un escalofrío que le recorrió la espalda. Un baúl, una valija y
un atado eran su equipaje. Sentía a los hombres y mujeres que a su alrededor se
movían, hablaban en un idioma desconocido, nunca ella lo había siquiera
escuchado y si alguien de su pueblo se lo había dicho, ella no lo recordaba. La
congoja subió a su cuello con la misma lentitud que subieron la escalerilla del
barco. Se sentó sobre el baúl y allí se quedó. Tenía ganas de llorar, Mayenka
se aferraba a ella con evidente temor. Se fue despejando de gente y de cargas
el amplio playón del puerto y el atardecer iluminaba una figura sentada sobre
un baúl y a sus pies, sobre el atado de ropa, una niña dormía. Allí esperó
sobreponiéndose a un sentimiento que debía alejar, el arrepentimiento.
Cuando su nombre, pronunciado en el idioma
conocido la despertó del letargo que ya duraba todo ese día, no podía saber si
lo que había ocurrido era realidad. Pensó un momento. El tren, el barco, el
mar, el puerto … “Sofka, Sofka”. Primero suave, luego más apremiante. Se dio
vuelta para poder creer. Mikol, más delgado y canoso le tendía ambas manos, la
abraza, la levanta suavemente de su asiento. Soñaba, ¡sí soñaba, no podía ser
verdad! “¿Mikol?, ¿Mikol?, preguntó perpleja, “Si Sofka, ¡sí!”.
Ahora si lloró,
vació gran parte de ese caudal que como una gran represa, su corazón había
estado conteniendo. Mikol vivía cerca del puerto, con sus hijos ya bastante
crecidos, aunque solo habían pasado tres años en que la esposa y los hijos de
Mikol habían llegado a la Argentina. Nada sabían ellos de Jacobo, pero se podía
averiguar.
A los pocos días,
Mikol llegó con alguna noticia, no se sabía si era buena o mala. La compañía
inglesa que tendía las vías del ferrocarril por la Línea sur, más precisamente
por el territorio de Río Negro, tenía una terminal de vías en Maquinchao y allí
posiblemente se encontraría Jacobo.
Sofía quiso
viajar enseguida y no hubieron ruegos ni recomendaciones que la hicieran
retroceder. Llegó en tren hasta Carmen de Patagones y esperó en una posada de
hombres rudos, de voces gruesas y alcohólicos, que la cruzaran en balsa hasta
Viedma. Entregó un reloj de plata que tenía para pagar la estadía. La dueña le
había dicho que con ese valor servía, el dinero que ella traía no.
Otra vez en el
tren y la gran sorpresa del paisaje patagónico, seco, achaparrado cada vez más,
hasta dejar desnuda a la tierra. ¿sería el fin del mundo? Se preguntó. Si
estaba Jacobo allí, allí ella llegaría.
La estación de
Maquinchao era un enjambre de obreros entre pilas de durmientes, montones de
rieles y chirriantes maniobras de locomotoras, junto a una monótona música de
las mazas que clavaban clavos en las vías. Al primero que pasó le preguntó
“¿Jacobo?”, sabía decir solo eso. Le dijeron algo que no entendió pero sí
entendió la señal. Dejó allí en el polvo el baúl, la valija y el atado, tomó a
Mayenka de la mano.
El viento quiso
arrebatar el pañuelo anudado, le picoteó los tobillos con fina arena, parecía
no dejarla llegar, la empujaba hacia atrás.
Lo vio allá.
Bajando y subiendo una maza. No podía detenerse a mirar. Aseguró cada paso. La
maza se paralizó, rebotó blandamente y cayó inerte. Luego del reconocimiento,
Jacobo se arrodilló abrazando las piernas de su esposa y a su hija. Su rostro
era surcado por finas corrientes que se abrían paso entre el polvo y la barba.
“Te esperaba…” balbuceó. “Yo …no podía…”.
Este relato integra el libro de Noé Següino “DE LAS
HISTORIAS NO CONOCIDAS” (páginas 27 –
31), Editorial Esquel (año 1994). El libro "De las historias no conocidas" del escritor reginense Noé Següino fue declarado de interés cultural y educativo proyecto presentado por ex – Legislador Oscar Eduardo Díaz en el año 1999.
Noé Següino es el
noveno hijo de colonizadores.
Nacido y criado en Villa Regina. Desde el Taller Literario
de Villa Regina publicó poemas y relatos en la revista "Helicón" y la
revista patagónica "Coirón", también en el periódico local "El
Ciudadano" que dirigía Franco
González.
Con un lenguaje claro, directo y sencillo, Noé “Dardo” Següino nos transporta a los primeros
años del siglo pasado y nos muestra con realismo los hábitos, costumbres y
sacrificios de una familia que luego se radicó en villa Regina. Locutor radial
de un programa llamado “Entre Nosotros” que se difunde por la radio LU16 Radio
Río Negro que superó los 1000 programas donde entrevista en este espacio
historias de vida de reginenses. Con más de 40 años de trayectoria como locutor
y animador. Con un archivo documentado de 500 grabaciones que sería positivo
rescatar el material en casete y reciclarlo para que no se pierdan estos
relatos orales.
Noe !!! Es un genio!!!
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